Sobre quién lee este blog y simplificar




Hoy quiero escribir sobre diversos asuntos. Que nadie se asuste: solo son dos. Lo cierto es que no tienen demasiada relación y, siendo sincera, tampoco demasiado interés. Pero ahí voy: yomímeconmigo. 

El otro día disfrutaba de ese momento que significa preparar una entrevista, es decir, rastrear la vida de los otros y plantearles preguntas de las que a mí, la primera, me gustaría conocer la respuesta. Pasé un largo rato leyendo el antiguo blog de Jorge Bayo y el nuevo, Yolopinto. Ambos los recomiendo encarecidamente.

Yo sentí cierto encantamiento saltando de una entrada a otra y contemplando sus acuarelas. Sí, noté esa grata sensación de calma y paz que también suelen provocarme un paseo por el río Nith, una clase de yoga o la lectura de un buen libro. Esto se produjo escuchándole y observando cómo pinta. Y es que en el primer blog, comparte vídeos en los que de forma espontánea y natural él reflexiona sobre su oficio. ¡Son una maravilla!

En una de las entradas se pregunta sobre el por qué de un blog. Y apunta:

"Escribir un blog es tener un amigo invisible pero a lo bestia: es tener un 'público invisible' que justificaría con cada 'entrada' la necesidad y aspiración que tenemos los 'verborreicos' de fantasear con que alguien habrá que nos escuche. Es también otra forma de exhibicionismo". 

Me sentí identificada con sus palabras y me quedé media mañana pensando precisamente en este pequeño blog. Volví a preguntarme por qué lo escribo. ¿Por qué lo hago si no sé quién lo lee? ¿Por qué si no tengo ingresos por publicidad aunque sí, en mi opinión, muchísimas visitas? ¿Para qué?

Y así sigo porque nunca obtendré la respuesta y, además, realmente qué más da. Será porque necesito hablar y aquí, en Escocia, no tengo demasiadas oportunidades de compartir un café. O cuando me siento ante una taza y en buena compañía el idioma no me permite profundizar en mis pensamientos.

O posiblemente sea porque en el fondo -y en la superficie- soy una exhibicionista y creo que mi humilde existencia tiene interés. O será porque sé que no la tiene y escribiendo sobre ella aspiro a encontrárselo. 

¿Porque a quién le interesa que yo viva en Escocia, que antes lo hiciera en Pamplona, en Madrid, en un pueblo de Zaragoza...? ¿A quién le importa que padezca un catarro perpetuo o que los martes pasee con abuelillas que me llenan de energía? ¿A quién le han interesado los asuntos más íntimos que también he vertido en este espacio que no tiene fondo? A nadie. 

Hubo un tiempo en el que alguien me dijo que podría escribir algún librito de autoayuda. Debía ser porque en aquella etapa a mí, osada, se me daba bien pontificar, aconsejar y esas cosas. Y aquí encaja perfectamente aquello de: 'Consejos vendo y para mí no tengo'. En fin, al lío o, lo que es lo mismo, a pensar mientras escribo creyendo que alguien lo leerá. 

El segundo asunto sobre el que hoy quería soltar mi monólogo, sin esperar respuesta de mis amigos invisibles, lógicamente, es sobre simplificar. Cómo es vivir con menos de lo que estamos acostumbrados. Y esto, en ningún caso, significa con poco. Pero la verdad es que solemos tener todo incluso por duplicado. Con frecuencia hasta lo olvidamos y compramos aquello que ya poseemos, pero quizá esté en el fondo de un cajón, olvidado.

No quiero frivolizar. Yo me siento muy afortunada por lo que tengo -que es realmente valioso- y por la oportunidad que supone estar en este pueblo del sur de Escocia, Dumfries, más ligera de equipaje que nunca. 

Nuestra vida aquí es y será la que quepa en doce meses. Llegamos a finales de agosto con lo que cabía en nuestra furgoneta. Compramos cuatro muebles de segunda mano y poco más. No quisimos pagar una mudanza internacional porque nos apetecía experimentar qué significa desprenderse de todo aquello que crees necesitar. Y en este caso me refiero a objetos cotidianos. 

El pasado viernes invitamos a varios amigos a cenar en casa. Me gusta mucho cocinar para los demás y abrir las puertas de nuestro hogar. En este caso, tuve que pensar el menú en función de las posibilidades prácticas. Y esto se tradujo en fregar la sartén y la cacerola después de cada uso; tener claro qué serviríamos en las dos fuentes (horribles, de pyrex) y, entre plato y plato, lavar los cubiertos.

En España la mesa hubiese tenido armonía. Yo hubiera procurado que fuera realmente bonita. Posiblemente, habría elegido el mantel que Patricia, Carmen y sus parejas nos regalaron por nuestra boda. Sí, ese mantel con el que, según Patricia, si concluye este matrimonio y vuelvo a intentar un segundo, debería confeccionarme el vestido de novia.

Ellas bromean sobre el asunto porque alucinaron con el hecho de que les pidiéramos como regalo un mantel. Y además, con ese precio.

Recuerdo que lo estrenamos durante una comida con mis tres sobrinos. No se me ocurrió nada mejor que preparar arroz a la cubana y yo con el dedo levantado les advertí de las consecuencias de una mancha sobre la tela. ¡Los pobres no dejaron ni un leve rastro!

Sobre dicho mantel, en España, hubiera habido copas y vasos elegantes, estos posiblemente de color azul. También pequeños detalles, por ejemplo, velas, conchas así como la vajilla y cubertería adecuadas. Además de las piezas de cerámica que nos regalaron en estos años personas tan queridas como Miguel.

Aquí, poco pude hacer. Compré flores y la florista me regaló un platito en el que se me ocurrió poner unas velas y unas ramitas de tomillo.




Sinceramente, los vasos eran más bien feos y diferentes. Al menos teníamos copas de vino, que encontramos en un mercadillo cuando paramos en Stratford-upon-Avon, el pueblo en el que nació Shakespeare.

Ante la falta de recursos domésticos, me deprimí un poco e hice una visita de última hora a la tienda de segunda mano que hay cerca de casa, Shax. Allí encontré, por apenas 13 libras, una vajilla y un juego de té muy resultones.






Ahora, el dilema es que nuestros nuevos platos y tazas nos gustan tanto que queremos llevarlos a España, de vuelta, y eso no entraba en nuestros planes. Porque éste es el año en el que simplificar.

De hecho, solo cuento con un agua de colonia. Cuando la vaporizo sobre mi piel, disfruto de ese gesto más si cabe. Observo el bote a contraluz deseando que dure, que quede una gota para ponérmela el último día, cuando echemos el cierre a este pequeña casa de dos pisos y jardín. 

Precisamente, cuido del jardín con el empeño de quien vivirá aquí el resto de su existencia. He plantado bulbos, brezo, tomillo, romero, salvia, una hortensia, cilantro y otras plantas. Y aunque una persona me preguntó para qué lo hacía si me marcharía pronto, me gusta creer que los próximos inquilinos pensaran que hubo quien soñó con un jardín bonito. Lo imaginó y procuró tenerlo. Sí, la vida pasa, pero algo queda. Y yo sonrío con los primeros iris que asoman. 

Tengo la mitad de la mitad de la mitad de la ropa que tenía en España. Y me sobra. Recuerdo que de pequeña solo tenía un abrigo para diario y otro para los domingos. Era suficiente. Solo tenía dos pares de zapatos, y me sobraba. ¡Cómo ha cambiado todo! 

El apartado cocina merece otro capítulo. Trajimos dos aceites especiales: L'Amo de Aubocassa y Abbae de Queiles. Y los dosifico como si fueran oro. 

Lo mismo sucede con los caparrones, con la miel y con la mermelada de mora que hice con mi madre y con mis sobrinos. Están llegando a su fin y yo estoy aprendiendo a asumir que así es la vida. 

Confieso que me fascina tener mil especias, diferentes tipos de té, arroces, vinagres... Me encanta conservar adecuadamente cada alimento en un bote de cristal. 





Me relaja cambiar los envases cuando queda menos cantidad. Mi marido dice que ordenar los armarios de la cocina es mi hobby favorito. Y no se equivoca. 

Ya lo hacía en la gran despensa de mi casa familiar. Siendo niña, periódicamente, revisaba la caducidad de los botes y le recordaba a mi madre aquello con lo que debía cocinar no tardando.  

Ahora, cuando viajamos ya no compramos todas esas cosas ricas ni los libros u otros objetos que nos gustaría porque en unos meses desmontaremos la casa y la despensa. Y aunque parece fácil os prometo, lectores invisibles, que no lo es tanto.

Me da pena saber que dejaré aquí esos insignificantes botes, pero que a mí me hacen sentir tan bien. Tendré que buscar en la biblioteca municipal el libro de Marie Kondo y abrazar de nuevo su fiebre simplificadora. 

Y como me gusta creer que alguien está al otro lado, os invito a reflexionar acerca de todo lo material que tenéis cerca. Posiblemente sea más de lo que creéis. Analizadlo.

Sin duda, somos afortunados por rodearnos de cosas bonitas, que nos reconfortan y nos hacen sentir el significado de hogar. 

Comentarios

  1. ¡Qué bonito ha sido encontrarme mencionado en este contexto! To también ando a vueltas con lo cotidiano a cada rato. Me gusta encontrarle sentido al comentario de Santa Teresa para sus monjas levantiscas: "Dios también anda entre los pucheros" ... y sin duda entre tarros de cristal también. Supongo que hay que desprenderse de pucheros, de tarros y de ambiciones, jajaja.

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    1. No te imaginas el rato tan agradable que pasé viendo tus vídeos y escuchándote. ¡Qué arte!

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  2. María, tus entradas en este blog son como una brisa de aire fresco en la cara, o el olor de la hierba mojada tras la lluvia. Refrescantes, calmantes, evocadoras. Me hacen parar y respirar hondo...

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    1. ¡Marta, qué sorpresa! Y qué palabras tan bonitas, madre mía. Y yo que creía que no tenía casi amigos invisibles. Los tengo y además maravillosos. No me queda otra que seguir escribiendo. Esto sí que es aire fresco para mí. Un abrazo desde Escocia, de norte a norte!

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