Correr no es de cobardes

Lo hago desde pequeña. Desde aquellas vacaciones de septiembre, cada año y en familia. Entonces, mi padre me 'obligaba' a correr en la playa. Cuando la mayoría de las personas se habían ido, yo recorría la playa de Riells, en L'Escala. De punta a punta. Nunca me gustó ni me gusta correr sobre la arena.

También tuvo la culpa el profesor de educación física del colegio. Y sigo haciéndolo tantos años después. Casi cada día.

Como el neceser o la libreta, viajo con las zapatillas. Son un gran regalo recibido este verano. Sí, tras una larga e incómoda fascitis plantal y un duro -e inesperado- mes de trabajo como hospitalera.



Tras ello, las merecí. (Gracias). Las anteriores, todas, las guardo. Ya no se mueven, pero no soy capaz de tirarlas. Ninguna.

Ellas son mis compañeras en el campo y en la ciudad.

Correr por los caminos, ríos, montes y paisajes de mi infancia no tiene precio.

Tampoco está mal sortear semáforos y peatones, cruzar por aquí y por allá, llegar al Retiro y contemplar su belleza con el paso de las estaciones. Tampoco está mal correr, sin más, por el barrio. Por esta calle y por la otra. Llegar hasta allí y regresar.

No, no practico running ni soy runner -ahora que está tan de moda-. No me gustan esas dos palabras. Pero correr es parte de mi vida, como lo es respirar, alimentarme o dormir. Y De qué hablo cuando hablo de correr, de Murakami, es una de mis lecturas de cabecera.

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