Mañana de Reyes

Escribo hoy, mañana de Reyes. No guardo demasiados recuerdos de haber sentido grandísima emoción por su llegada. Quizá, siendo la pequeña de tres hermanos, ellos, pronto, me chafaron el enigma de su personalidad. Si bien, con el menor de mis sobrinos sigo haciendo el teatrillo. Ayer tarde, le llamé y le dije que no me creía que los hubiese visto llegando en helicóptero. Fui buena y, por supuesto, mantuve el secreto. 

Tan solo recuerdo dos de sus llegadas. Una en la que debimos buscar por toda la casa hasta que encontramos el regalo (uno para cada uno) en la jardinera-balcón del salón. Sí, tuvimos que abrir las ventanas y mirar ahí, tras preguntarnos repetidamente: ¿Pero dónde están los regalos?

El segundo recuerdo también tiene que ver con la dificultad para hallar los regalos. Estaban en la terraza grande, dentro de la jaula de los faisanes que criábamos. ¡Quién lo podía intuir!

En fin que parece ser que a mí los Reyes nunca me resultaron demasiado emocionantes. Pero ahora comparto la vida con alguien que guarda la ilusión y esto hace que hoy me haya levantado y encontrado un regalo. Un bolso de Zubi. ¡Casi nada!






Y sin embargo él... nada. ¿Os preguntáis cómo me siento? ¡Pues vaya Reyes que se han olvidado del más bueno de la casa!

El caso es que hoy finaliza oficialmente la Navidad, momento del año que no me entusiasma demasiado. Y sin embargo, ¡ZASCA!, las de este año han sido bastante especiales. Lo han sido porque ha sucedido lo que yo necesitaba: que apenas hubiera algo fuera de la cotidianidad. 

Lo primero ha sido que mi madre no ha cocinado. Lo hicimos los tres hijos y los tres nietos. El menú tuvo mayor cohesión de la que imaginamos. Nos reímos y nos lo pasamos fenomenal. Sin estrés. Además, hemos descubierto el lado pastelero de uno de mis hermanos. 

Lo segundo es que el día 31 nos sentamos a la mesa, como dijo mi padre, los cinco miembros originales de la familia Nájera-Monge. Eso hacia mucho tiempo que no se producía y nos causó sorpresa y emoción a partes iguales. No preparamos nada especial, no tomamos uvas y la mayoría, antes de las 12 pm, estaba en el sobre soñando con los angelitos. 

Lo tercero es que he hecho aquello que tanto me gusta: dormir 12 horas y una siesta de dos, every single day. Así, sin pestañear, y el tiempo que me ha quedado libre lo he invertido en leer, pasear y correr con mi adorada Frida. 

Me ha fascinado el libro de Joan Didion, El año del pensamiento mágico. Me lo regaló alguien que intuye mis gustos literarios como nadie y siempre me sorprende con joyas. No es ficción, es realidad.





Es la aproximación de la autora a la muerte de su marido y a la enfermedad de su hija. Es sumamente intenso, plagado de detalles, quizá, minúsculos pero de una profundidad bárbara. Tanto que no he podido leerlo rápidamente. He necesitado dosificarlo.

Cada capítulo ha conseguido causarme muchísima emoción, casi conmoción. Es, como intuís, un libro sobre el duelo. Y a mí este tema hace tiempo que me interesa. 

Recogeré tan solo una frase:

"Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba".

Dado que no he podido leerlo, como se dice, del tirón, alterné con otra lectura. Volví a Haruki Murakami, ese autor que según mi pareja 'es un triste'. A mí me chifla. Rescaté de mi casa familiar el volumen De qué hablo cuando hablo de correr





Recordaba que cuando lo leí la primera vez, me enganchó e inauguró una etapa en la que corrí más, si cabe. De nuevo, ha funcionado. Me he apuntado a mi primera media maratón y estoy entrenando para ello. Espero mantener la fuerza de voluntad porque sé que el entrenamiento constante y sensato es clave. 

De este libro rescato un párrafo: 

"Si tuviera que dejar de correr solo porque estoy ocupado, sin duda no podría correr en mi vida. Y es que razones para seguir corriendo no hay más que unas pocas, pero, si es para dejarlo, hay para llenar un tráiler". 

Pues eso, a seguir corriendo.

Cierto, él no se equivoca: me gustan, y mucho, los autores que escriben libros tristes. 

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