Éramos muy felices


Cuando éramos niñas en el paradais, Monteagudo de las Vicarías, no había piscina. Pero sí pantano. Y no había orden de los adultos, calor abrasador ni sanguijuela que nos quitara las ganas de bañarnos allí.

Ahora, que ya no soy niña y que sí hay piscina, me parece el máximo placer bañarme en el pantano.

Suelo hacerlo después de correr (otro placer mayúsculo) y me hace realmente feliz. La sensación del agua fría, el color turquesa, la calma... 

Cuando éramos niñas mis primas, Cristi y Sara, y la sevillana, Eva, todo nos parecía bien. Creo que no nos quejábamos de nada. O en mi versión dulcificada de la infancia lo recuerdo así. 

Nunca nos aburríamos. 

En más de una ocasión he contado que el verano quedaba inaugurado cuando la sevillana capuzaba en el río. Nunca antes.



Antes de que la plaza fuera de piedra, había una fuente y eran memorables las batallas de agua. Recuerdo una con unos vecinos y sus primos franceses que aparecieron ese verano. Creo que no volvieron.

Quienes hemos tenido la suerte de vivir la infancia o parte de ella en Monteagudo de las Vicarías, pensamos que es el paraíso, ése que suele perderse a medida que se crece. 

Hace unos meses, con motivo del Día del Libro, se organizó una iniciativa para escribir una carta al pueblo. Ayer las leí. Empecé por la primera, la de mi prima Isa, y empecé, claro, a llorar. 

Ella mencionaba la propina que gastaba en el bar del Portilla. Yo recuerdo como si fuera ahora mismo los domingos, después de misa, ponernos los 7 primos delante del abuelo Juan y recibir las monedas. Era la felicidad máxima.

También me emocionaron mucho las palabras de Cristi. Y las de mi madre. 

Creo que ha sido una iniciativa preciosa y les doy las gracias a quienes la impulsaron. 

Supongo que para David este pueblo también es el paraíso. Él ayer inauguró la exposición de fotografías que ha ido realizando en estos años. Son en blanco y negro, y realmente emotivas. 






Aparecen su abuela, su madre, sus hermanos. Aparecen la iglesia, nuestra casa que está pegada, la suya, muy cerca. También las vías del tren, los caminos, los campos de cereal. 

Y al verlas pienso en lo afortunados que somos todas y todos por haber vivido la infancia aquí. 

Seguramente hubo momentos malos, pero esos los hemos olvidado. 

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