Algo bueno

El covid ha cambiado bastantes cosas, al menos en mi vida. 

Por ejemplo, sufro insomnio. Empecé en marzo y continúo. Pobre bicho, le responsabilizo de mi falta de sueño a media noche y quizá él no tenga nada que ver. Era el momento de empezar a sufrirlo, por edad o por yo qué sé, y digo que es culpa de él.

Aunque podemos movernos, no veo a mis padres, ni a mis hermanos. Tampoco a mis sobrinos.

Yo apenas me relaciono con amigos. No me sale. Prefiero llamarles por teléfono. 

No es por miedo a contagiarme, que ya lo hice. Es porque prefiero ceder mi espacio a otras personas que sí desean salir. Bueno, me gustaría creer que más que desear es que para su bienestar emocional, que también es vital, necesitan salir. 

A los irresponsables que pueblan las calles de Ponzano y Alonso Cano, cada fin de semana, a esos, a esos no se lo cedo, pero se lo toman libremente. 

En fin. 

El virus ha hecho que a mí todos los días me parezcan casi iguales. Levantarme, pasear a Lala, trabajar desde casa, pasear a Lala, seguir trabajando, pasear a Lala junto a Josemi, cenar algo rico y dormir. 

Y así, cada día. 

Los fines de semana no se diferencian demasiado. Únicamente, que no trabajo y que los paseos son más relajados. Hemos convertido el parque de Nuevos Ministerios en nuestro lugar favorito de este mundo ahora tan diferente. 

Hace unos días, nos planteábamos intentar hacer, al menos una vez a la semana, algo excepcional. Por supuesto no pensamos en nada del otro mundo. Ayer fue nuestra primera aventura... fuimos al Museo Reina Sofía.

Fuimos a las 19 horas, entonces el acceso es gratuito hasta el cierre, las 21 horas. Volvieron a impresionarme los ascensores de cristal. Esos que la primera vez que los vi me hicieron sentir un poco, o bastante, Paco Martínez Soria. 

Recordé que éste fue el primer museo al que fui siendo adolescente y lo hice junto a mi hermano Pablo, al que menciono poco por aquí. 

Vimos una exposición de arte pop, a mí me fascinó una obra que era un frigorífico. Yo siempre tan cotilla viendo el contenido de las neveras. También me gusta ir a los baños y contemplar qué potingues hay. 

En fin, que mi hermano y yo, sin apenas formación sobre arte, no entendimos nada. Pero a mí este museo ya se me grabó por su carácter especial. 

Luego, cuando viví en Getafe, era el espacio en el que pasaba un rato extra antes de coger el autobús que me llevaría a esa ciudad dormitorio que a mí no me gustaba nada. Menos mal que solo fueron dos años.

Ayer fuimos dos auténticos afortunados. Cuando llegamos a la sala del Guernica, había tres personas y los dos vigilantes. En dos minutos, ante esta fascinante obra, estábamos solo nosotros dos. Y fue magia. Creo que nunca volveré a vivir algo así. No había ruido. Solo silencio y esa obra con tantos mensajes para nosotros solos. Creo que estuvimos más de 15 minutos ante ella. A mí me pareció tal privilegio, que regresé hasta dos veces más. Y continué estando sola ante su magnitud. Por tamaño, por mensaje... por todo lo que resuena en sus trazos grises. 

También fue insólito recorrer la sala 201, mi favorita desde hace años. Sin apenas gente, sin esos obsesos tan comunes hoy en día, atentos totalmente a las fotos y no a dejarse atrapar por las joyas que cuelgan de los muros del museo. 

Volví a quedarme sin palabras ante el Retrato de Sonia de Klamery, Condesa de Pradère, realizado por Hermenegildo Anglada Camarasa en 1913.

Paseé frente a Miró, Dalí, Gris... 

Algo tuvo de bueno el virus. Al menos, ayer. Al menos, para nosotros dos. 

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