No fue amor a primera vista

Soy muy afortunada porque he viajado y viajo con frecuencia. Lo soy porque a muchos lugares regreso y disfruto de la oportunidad de explorarlos un poquito más. Diré que nunca tiré monedas a la Fontana de Trevi y he vuelto hasta en dos ocasiones a Roma. Lo de viajar, no me canso de afirmarlo, siempre funciona pero no depende de fuentes ni de conjuros. Es una cuestión de posibilidades, tiempo, dinero y actitud. Sí, lo más fácil es lo último pero no todo el mundo la posee. 

Existen ciudades con las que viví -como me sucedió con las personas de las que me enamoré- un flechazo a primera vista. Liverpool, por ejemplo, me dejó con los ojos y la boca abiertos de par en par casi desde el primer instante. Otras como París no me provocaron ni frío ni calor. Procuraré regresar y cambiar mi opinión con argumentos irrefutables. 

Edimburgo no llegó al extremo de la capital francesa, pero no me entusiasmó tanto como imaginé. Es algo que suele suceder cuando todo el mundo te repite que es una ciudad maravillosa: MA-RA-VI-LLO-SA. 

La cuestión es que el idilio entre ella y yo va a ser una cuestión de edad. Ya no estamos, ninguna de las dos, para muchos trotes ni emociones extremas y preferimos ir conociéndonos poco a poco. Y yo, que soy tan afortunada, he regresado cinco, seis ó siete veces y cada vez me gusta más. 

La parte vieja de la ciudad no me atrae por más que lo intente. Bien, son bonitas calles como Grassmarket; me quedo largas horas en el Museo Nacional de Escocia y en su azotea, y me chifla el delicioso (aunque nada asequible) café de Lab Brewer, pero en esa zona todo es previsible y turístico. Tiendas iguales, bufandas iguales y turistas iguales. No me gusta. Diré que las dos últimas direcciones ya están apartadas de lo 100% uniforme, pero aún así... 

La parte nueva, sin embargo, me parece bella y atractiva se mire por dónde se mire. No desvelaré todo porque deseo compartir las pistas en nuevos reportajes, pero adelantaré que existe un pueblo dentro de la ciudad y a orillas del río, excepcionalmente encantador. 




Que los museos que merecen la pena no siempre están en el centro y que el paseo está más que justificado. 




Que en Edimburgo sí existen librerías preciosas así como tiendas para hombres y mujeres que se salen de la norma. Y pueden permitírselo, claro está. Ah, y muchos gatos que parecen felices. Y perezosos, pero eso suelen parecerlo siempre.




También tiendas en las que entienden el queso y saben que en España producimos algunos de los mejores. 

Que pasar la mañana en una galería de arte es una buena propuesta y que si lo haces con la persona que te acompaña y ayuda a bajar los escalones, mucho mejor. Esta pareja de ancianos salía de una de ellas.




Que si miras hacia el cielo, además de comprobar que en Edimburgo, a veces, también es azul, puedes descubrir cómo algunas personas tienen demasiado que recordar. 







Que en cuestión de gastronomía aquello que el común de los mortales puede pagar (al margen de estrellas Michelin) no es para tirar cohetes. Y que dice mucho de un país el hecho de que el bocado más popular, además del consabido haggis (me quedo con la morcilla de Burgos), sea una tostada con queso fundido y tomate. Pero yo, al menos, he probado la que para muchos es la mejor. Ahora bien, salí del pequeño local con olor a cheese tostie para el resto del día. 

Ahí queda... amigos invisibles, seguid leyéndome y conoceréis los lugares a los que me refiero. 

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