Yo tengo una caja de galletas de Cuétara

Yo no tengo una magdalena, yo tengo una caja de galletas Cuétara. Lo supe anoche. 

Os sitúo. 

En este confinamiento, he cerrado el pico. A cal y canto. Teniendo en cuenta que no quemo más de 200 calorías al día, o lo cerraba o, como dicen algunas tonterías de esas que circulan por las redes, no iba a poder salir por la puerta. Además, esta semana sufro un dolor tremendo en el hombro derecho y, por tanto, he reducido el poco ejercicio que cada tarde, a última hora, hacía. Vamos, nada aeróbico, mi sesión casera de yin yoga, que me cura el alma. 

Al hambre que tengo (confieso que en circunstancias normales siempre tengo hambre...), se une la ansiedad que naturalmente sufro por la situación. 

Anoche, ya en la cama, le dije a mi compañero de almohada que tenía un hambre que me moría. Sí, que me moría porque yo no soy casi exagerada con el lenguaje por mucha terapia que haya hecho intentando encontrar términos intermedios, en la gama de los grises. Bueno, el caso es que mi cerebro reaccionó con unos recuerdos tan bonitos que, lejos de aumentarme el ansia por comer, hicieron que me durmiera. 

Ah, el sueño. Sí, a mí también se me ha alterado muchísimo, pero parece que en los últimos días vuelvo a mi ser durmiente natural. Duermo, como se dice popularmente, más que las mantas. 

Anoche, ya con la luz apagada, le pregunté a él si en su casa, siendo niños, había latas de galletas de mantequilla. Vinieron a mi recuerdo esas latas en las que las galletas, no recuerdo bien si eran dos o cuatro, iban en papelitos de magdalena. Recuerdo que mis padres y hermanos éramos incapaces de comer solamente una galleta. Ayer recordé que mis favoritas eran unas cuadradas con cristales de azúcar también cuadraditos. 

Y de la galleta de mantequilla, mi cerebro saltó a una caja grande. A la que mis tías guardaban en el mueble del salón de Monteaguado, en Soria. Allí pasábamos el verano, especialmente yo, mis hermanos pronto dejaron de ir. Y en ese mueble, en el compartimento del fondo, junto a la pared, en la parte de abajo, corrías el cerrojo y siempre había una caja de surtido de Cuétara. 

Mis tías no comían y a veces, cuando llegábamos al inicio del verano, las galletas estaban un poco rancias. Daba igual, nos las comíamos. 

Anoche recordé que mis favoritas eran las de chocolate y coco. En ese surtido, si no recuerdo mal, había dos galletas por tipo. Y dos pisos... eran para las visitas, por si algún familiar del pueblo de al lado, Almaluez, nos visitaba. 

Mis tías nunca comían, pero mis hermanos y mis primas, asaltábamos constantemente el cerrojo. Y de ahí recordé las siestas obligatorias, con escapada silenciosa al mueblecito en cuestión... también el sonido del reloj de pared.

Y así, casi saboreando mi particular caja de galletas de Cuétara, me dormí. 

Comentarios

Entradas populares